El movimiento incesante de la calle y el cotidiano trajinar de las urbes fueron bruscamente suspendidos cuando empezaron las políticas de prevención y contención adoptadas por el gobierno para evitar la propagación del coronavirus. Impedidos de trasladarnos y postergadas hasta nuevo aviso las entrevistas que no sean con personas de nuestro entorno inmediato, la restricción del espacio y la dilatación del tiempo repercuten en la salud mental sin que podamos observar todavía cual será su impacto conforme las medidas del gobierno se tornen más laxas y el virus empiece a contraerse.
En las últimas semanas se percibe mayor movimiento en las calles: más bocinas de automóviles, más peatones, negocios nuevamente abiertos y ansias de reunirse con el otro. Dimensión interesante esta que saca a flote la pandemia: la necesidad que tenemos los unos de los otros ¿Se habrá transformado en tan breve tiempo?
La variación de las medidas gubernamentales que se adoptan desde la semana pasada no supone un retorno inmediato a la normalidad. Palabra extraña esta, normalidad: cada uno tiene la suya. Le llamamos así a eso que se determina por los hábitos, las costumbres, los intereses, los pasatiempos y las personas con quienes interactuamos: creamos y fortalecemos vínculos tanto saludables como patológicos. La normalidad puede ser la felicidad y el confort continuo para algunos; para otros, puede ser lo más atroz e insufrible. Con suerte, la cuarentena supuso, para algunos, librarse de los tormentos cotidianos ya insoportables. Para los más vulnerables, con el aislamiento y la cuarentena, la atroz normalidad se convirtió en mayor opresión, mayor marginación, mayor exclusión ¿Y hasta cuándo?
Como al comienzo de la pandemia, la actitud es clave para el autocuidado y evitar el contagio. El tránsito debió enseñarnos algo, aunque no hayamos querido ponerle más atención a esa enseñanza para no perturbarnos más en un contexto que de un día para otro se volvió más complejo, más impredecible. Los más prudentes estuvieron atentos y mostraron mayor responsabilidad para con la salud personal y colectiva, social. En algunos casos, a la sorpresa, la preocupación y la incredulidad inicial siguieron el miedo, el terror, la angustia, después la resignación, el dolor y la indiferencia. Desde el comienzo se supo que la actitud de indiferencia ante el virus no logra que este se desvanezca ¿Quién no ha perdido a un familiar, a un amigo, a un conocido? ¿Quién puede decir que es inmune a todo el dolor actual?
¿Cómo serán los días venideros? No parece posible que se pueda predecir el futuro. Tampoco los antecedentes más inmediatos son determinantes. Si bien a la luz de lo visto podemos ceder a la tentación de hacernos una idea, lo cierto es que la circunstancia exige elevar los estándares de responsabilidad cívica. No se puede racionalizar una experiencia tan compleja e impactante de una sola vez y para siempre. Pero se comprende mejor en el esfuerzo continuo.
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