En su afán de fundamentar la libertad de conciencia y acción superando las limitaciones y taras del antiguo régimen servil y opresivo, que determinada la vida de los individuos bajo el imperio absoluto de un señor feudal que los despojaba de agencia e iniciativa, la modernidad diseña y desarrolla la idea de una subjetividad autónoma e independiente que, en cuanto que se asume autocrítica, no puede, de ahora en adelante, sino rendir cuentas de sus actos y sus pensamientos más íntimos sino a su propia conciencia, constituida en un tribunal inapelable. Filósofos tan diversos como Francis Bacon, Galileo, Rousseau, Hobbes, Descartes y Spinoza, el más genial de todos, contribuyen a la idea de una sociedad nueva que en la práctica se crea por la voluntad de sujetos igualmente libres y autónomos que colaboran activamente en la consecución del bien común.
Por supuesto que no se trata de una sociedad ideal plena de paz y amistad y definitivamente exenta de conflictos y contradicciones. Pero es ya una gran ganancia cualitativa que la sociedad encuentre su base teórico-práctica fuera del dogmatismo y la ortodoxia impositiva. El diálogo y la deliberación, por eso mismo, son fundamentales para la democracia moderna que consolida este proceso de emancipación espiritual iniciado hace cinco siglos y todavía abierto a nuevas experiencias, como lo hace notar recientemente la profesora Rossi Braidotti en un libro titulado elocuentemente Lo posthumano (Barcelona: Gedisa, 2015). Nos recuerda que la modernidad también tiene un límite constitutivo y que la comprensión de nuestra propia humanidad, como especie y como individuos, está asentada sobre bases muy frágiles.
En efecto, el desarrollo tecnológico de las últimas décadas nos hizo creer que el ser humano vive en la absoluta independencia respecto de la naturaleza. Instalado en el mundo de la cultura, amo y señor absoluto de la naturaleza, hasta ahora no ha tenido reparo en someterla a la explotación indiscriminada ni en apropiarse tampoco de sus recursos sin medir consecuencias de ningún tipo. A despecho de sus virtudes y a contracorriente de sus bondades y de sus logros, la modernidad no logró suprimir la explotación del hombre por el hombre, sino que, antes bien, la hizo más sofisticada y acaso más sutil. La esclavitud, la trata de personas, el trabajo infantil, la migración forzada, el robo descarado de los fondos de pensiones, la supresión de los derechos laborales, la corrupción evidente y manifiesta: todos son logros perversos de la modernidad y dibujan su semblante más desalentador.
La COVID-19 viene a poner un freno de emergencia. Y hay quienes todavía no quieren verlo. La enfermedad fuerza un cambio de sensibilidad. Si de cambios notorios hablamos: se acabó el piloto automático del enfebrecido capitalismo tardío. Esta pandemia tiene dos aspectos manifiestos que debemos mirar sin temor: es, simultáneamente, tiempo de discernimiento y tiempo de duelo. Nos obliga indefectiblemente a detenernos a pensar en cómo mitigar el impacto negativo y nocivo de la acción humana sobre el mundo. Nos recuerda nuestro arraigo natural. Nos devuelve a nuestra mortalidad.
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