El caso Lava Jato ha generado un nuevo debate jurídico y político en torno a una institución procesal de larga data en el Perú, cual es la prisión preventiva. En efecto, la prisión preventiva se encuentra regulada mucho antes de la entrada en vigencia del Código Procesal Penal de 1991 y ha sido objeto de profuso empleo por parte de los operadores de justicia en el país. Hasta hace uno años, el Perú tenía uno de los índices más altos de personas recluidas en establecimientos penitenciarios sin una sentencia condenatoria. Así, en el 2012, las personas procesadas que se encontraban recluidas en una cárcel sin sentencia representaban el 58.6% de toda la población penitenciaria. Similar a lo que ocurría, por ejemplo, en Argentina, (52,6% en 2010), Ecuador (46% en 2009) y Uruguay (64,6% en 2012). Actualmente, en el Perú, hasta enero de 2019, este porcentaje había disminuido a 39.3% (35 925 personas).
Estos datos lo que reflejan es que el uso de la prisión preventiva en el Perú ha sido muy difundido entre los operadores de justicia, por lo que, en primer lugar, hay que negar tajantemente que las recientes prisiones preventivas sea una política jurisdiccional atípica sin precedentes. Nuestro sistema de justicia siempre ha apelado a la prisión preventiva como un mecanismo para hacer frente a la criminalidad. Lógicamente, estos datos no son alabables, sino por el contrario, en la medida en que la prisión preventiva debe ser usada excepcionalmente, se debe buscar su limitación y aplicación exclusiva para casos en los que no exista otra forma de suprimir razonablemente el riesgo de fuga o de entorpecimiento de las investigaciones penales. En esta dirección ha apuntado también la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en un informe específico sobre esta materia en 2017.
El análisis de la razonabilidad de una medida extrema como la prisión preventiva deberá realizarse siempre caso por caso y teniendo en cuenta la regulación procesal penal vigente. Este análisis pormenorizado, por ende, debe reconocer que hay ciertos casos de criminalidad organizada vinculada a casos de alta corrupción que exige tomar especiales consideraciones en la apreciación de la prisión preventiva, pues la posibilidad de que miembros de estas redes u organizaciones obstaculicen la acción de la justicia, a través del uso de influencias en el ámbito político, social y económico, es mayor. Debe valorarse que en ciertos casos el peligro aquí no es el mismo peligro que representa una persona que ha cometido un delito patrimonial común de manera aislada y que no tiene vinculación alguna con el poder político o económico.
Por otro lado, debe tenerse en cuenta que, en Brasil, el caso Lava Jato ha tenido unos resultados distintos a los de nuestro país. Así, solo en Paraná y Río de Janeiro, se han dictado 345 prisiones preventivas y se han condenado a 195 personas. La adecuación o no de estas medidas, lógicamente, deberá efectuarse caso por caso, conociendo los actuados del proceso penal, pero vista esta cifra, se puede afirmar que el Perú no es el único país que usa esta medida para tramitar estos casos. Sería interesante contar con la data referida al número de prisiones preventivas y condenas dictadas en el caso Lava Jato, pero estoy seguro que se encuentra muy por debajo de la cifra brasilera.
Dependerá de nuestros fiscales y jueces resolver en cada caso específico de manera razonable, evitando excesos y abusos, pero también siendo firmes en la lucha contra la alta corrupción usando la prisión preventiva cuando así corresponda.
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