“Caviar”, “facho”, “liberprogre”, “conserva”, “populista”, “terruco”, “rojete”, “liberfacho”, “feminazi”, “patriarcal”, etc. Día a día, las ágoras públicas, virtuales o concretas, se repletan de adjetivos para referirse a la postura de algún candidato presidencial o congresal o, para reseñar el comportamiento de determinados sujetos o grupos. Tal diversidad de epítetos supera la secular dicotomía entre “izquierda” y “derecha”. Y tira por la borda las diferencias ideológicas entre comunismo, socialismo, liberalismo, conservadurismo, socialdemocracia, socialcristianismo, etc. Este mar de confusiones y de extensas zonas grises tiene explicaciones.
Sin embargo, más allá de los desconciertos conceptuales, se evidencia en esta explosión de expresiones la necesidad de darle sentido a los comportamientos públicos observados. Pues, finalmente, las personas necesitan palabras para organizar el mundo social y cultural en el cual viven. Con esos términos como “Caviar”, “facho”, “liberprogre”, “conserva”, “populista”, “terruco”, se busca nombrar al potencial enemigo identificándolo con determinadas posturas y formas de ver la vida.
Por efecto de la pandemia, uno a uno se han desmoronado los cimientos del modelo económico inaugurado a inicios de los noventa, evidenciado las graves falencias sociales del mismo. Se entiende que, ante tal vacío, surjan una multiplicidad de emociones públicas que se traducen en reacciones iracundas. Y como no existen canales de representación política formales, la cólera, el desánimo y el nihilismo ocupan su lugar. La sensación de que algo está llegando a su fin, amenaza las certezas de muchos y abre la “la caja de Pandora” a insospechadas sorpresas.
Interpretando con profundidad las tendencias electorales, asistimos a un proceso de desintegración sociopolítica que es manifestación de la hiperfragmentación cultural. Sin contenciones normativas, se exacerban las emociones y se acrecienta el lenguaje virulento. Y en una situación de colapso integral, es evidente que la agresividad aumente de forma exponencial.
La rabia y la depresión no pueden constituir un programa político. Aunque pueden ser el combustible para manifestaciones descarriladas de lo político. En esta situación, se nos presentan dos opciones hipotéticas. En el mejor escenario, debería surgir una voluntad política consensuada, que domine las iras desatadas y nos obligue a reconfigurar el marco republicano de nuestra convivencia. En el peor escenario, sin el menor límite ético político, se puede soltar los demonios que el Perú viene alimentando, en silencio, desde hace mucho tiempo.
En un célebre pasaje de los evangelios, Cristo estableció diálogo con el “endemoniado de Gerasa”. Así, a la pregunta de Jesús, “¿cuál es tu nombre?”, el demonio le respondió, “Mi nombre es Legión, pues somos muchos" (Marcos 5:9). Luego, Cristo le ordenó a Legión que abandone el cuerpo del hombre poseído y los demonios se encarnaron en una piara de cerdos. La narración bíblica termina cuando los animales, endiablados, se arrojan a un precipicio, muriendo ahogados.
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