El mundo, en el siglo XXI, es uno de los paisajes más exigentes que nos dejan las postales de la humanidad. Pero es una exigencia refinada, estilizada y sutil, una exigencia que se asolapa detrás de la necesidad de superación que se resume en «Ser la o el mejor». Como nunca en la historia de nuestra especie —y esto no lo digo yo, lo viene estudiando la sociología y la filosofía. De hecho, es bastante popular el libro «La sociedad del cansancio» de Byung-Chul Han—, hemos hecho de la exigencia un himno personal, una molécula tan nuestra que la llevamos inscrita en la sangre, como si fuese un eritrocito. Ahora, somos nosotras y nosotros los que nos exigimos, los que nos colocamos metas demandantes, los que creemos estar en una especie de programa concurso en el que debemos demostrar nuestro talento a costa del tan afamado bienestar y los que le rezamos a la productividad tan frecuentemente que hemos convertido a esta supuesta cualidad en un dios sempiterno. Ya no necesitamos de un agente externo que nos mire despiadadamente para «rendir»: nosotras y nosotros nos hemos transformado en ese verdugo medieval.
No debe extrañarnos, entonces, que también vivamos en una «sociedad del estrés», en un acoplamiento de personas que se presionan a sí mismas, de forma permanente, a dar «el extra», a ser «profesionales de alto rendimiento» listos para competir en los Juegos Olímpicos y hacer de este evento su día a día. Desde el jefe hasta los llamados «colaboradores» están embebidos en esta dinámica de la exigencia, tanto es así que las horas adicionales de trabajo se llegan a considerar como parte del compromiso laboral, al que nadie puede ni debe renunciar. Es que este paradigma sociocultural viene instaurándose desde la escuela y reforzándose en la universidad: de hecho, aunque explícitamente nos atiborran de trabajos y exámenes con el pretexto de la preparación para trabajar bajo presión, implícitamente lo que buscan es que nos acondicionemos para tolerar el estrés.
Esta situación engendra cuatro tipos de personas (y quizás más). El primer tipo se aleja de esta resolución social y busca la manera de mantener su bienestar. El segundo tipo incorpora los mandamientos de esta sociedad y, aunque vive estresado, se implica en el juego con una alta motivación. El tercer tipo, con bastante menos ímpetu y con un estrés que lo consume, se exige a sí mismo porque no conoce otro modelo o teme tomar parte de caminos más divergentes. El cuarto tipo, como el más siniestrado de todos los escalafones, sufre las peores consecuencias del estrés: desarrolla trastornos psiquiátricos y, cuando busca ayuda profesional de psicólogos y psiquiatras, no logra aliviarse porque las condiciones que funcionaron como alicientes continúan allí.
Podemos reconocer que, dentro de esta tipología, son tres las clases de personas que padecen las secuelas psicológicas de la exigencia y el estrés, claro que en un in crescendo palmario. Pero dos de ellas son las más afectadas: el tercer tipo vive con un «estrés egodistónico», es decir, que es contrario a lo que desearía, que es vivido como una imposición emocional a soportar. El cuarto tipo, con una predisposición genética y ambiental hacia el desarrollo de trastornos psiquiátricos, como el trastorno depresivo, el trastorno de ansiedad generalizada, entre otros, es quien se aflige por los efectos de ese ubérrimo nivel de estrés: el estrés, en su caso, sirvió como disparador o activador de un trastorno que podría haberse evitado de habitar una coyuntura más psicológicamente armoniosa.
La labor de nosotras y nosotros como profesionales de la salud mental, además de acompañar y tratar a personas para reducir su malestar emocional, incrementar su capacidad de afrontamiento y orientar sus decisiones, es señalar con un dedo completamente acusatorio lo que no está funcionando saludablemente en la sociedad. Debo decir que no existe cerebro ni mente que resista tanto tiempo imbuido en tanta exigencia y tanto estrés: tarde o temprano los subproductos se harán notar en formatos psicopatológicos no deseados: en agresividad, impulsividad, frustración, insatisfacción, fatiga, estrés crónico, ansiedad, depresión y un extenso etcétera. Que se hagan los cambios necesarios para que no haya más daños colaterales. Que las políticas públicas consideren, en su temario, la salud mental de toda la sociedad.
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