La fallida decisión del fiscal de la Nación, de apartar del caso Odebrecht a los fiscales Rafael Vela y José Domingo Pérez, desnuda su falta de liderazgo en el Ministerio Público y lo descalifica aún más para la función, al mostrar su sometimiento al dictado de algunos de los principales afectados por las investigaciones.
Parapetado en la autonomía de la institución, el todavía titular del Ministerio Público ha pretendido vulnerar garantías constitucionales como la independencia y la inamovilidad de los magistrados. Es verdad que la Ley Orgánica del Ministerio Público habilita al fiscal de la Nación a constituir equipos especiales y a designar y, eventualmente, remover a sus responsables. No obstante, ello no puede hacerse para favorecer a los investigados, ni a costa de afectar la continuidad de los procesos, sin ofrecer fundamento válido alguno y como un mero acto arbitrario.
La autonomía del Ministerio Público no supone autarquía. La autonomía de los poderes del estado y de un conjunto de institucionales constitucionales a las que se otorga esa condición, no posee un carácter ilimitado. Ello quebraría el necesario equilibrio de poderes propio del constitucionalismo surgido entre los siglos XVII y XVIII en Inglaterra y en Francia, del que somos tributarios. La autonomía se otorga en el marco de un Estado de derecho e implica la articulación con un ordenamiento superior, en el que ninguno de sus componentes puede superponerse a los demás y, menos aún, a la voluntad popular, de la que emanan todos los poderes constituidos.
La autarquía, en cambio, es un concepto que conlleva autosuficiencia, aislamiento del entorno y rechazo de todo lazo con el exterior. Por ello se le asocia con las dictaduras. La Alemania nazi y la España franquista respondieron a proyectos autárquicos, tanto como los feudos medievales. Los titulares de los poderes públicos y de las instituciones constitucionales autónomas no son en consecuencia reyezuelos, autócratas investidos de poderes dictatoriales al interior de las mismas. Ellos están sometidos a un orden y a unos valores republicanos que no pueden traicionar.
El Ministerio Público, si bien goza de autonomía, dispone de ella para garantizar que las investigaciones a cargo de los fiscales, en todos sus niveles, se realicen sin interferencias. En nombre de la autonomía y pervirtiendo su significado, el fiscal de la Nación no podía afectar la independencia de los fiscales, que está obligado constitucionalmente a defender. Por el contrario, la ha vulnerado, entrometiéndose en la negociación de los acuerdos de colaboración con Odebrecht, permitiendo el agobio a los fiscales con indagaciones administrativas y hostilizándolos con declaraciones y acciones impertinentes y, finalmente, sucumbiendo ante las demandas de quienes le reclamaban la salida de Vela y Pérez a cambio de blindaje en el Congreso.
El fiscal de la Nación ha quedado ahora en patética orfandad, desechado por sus mentores en el Congreso, que hoy avalan la reorganización del Ministerio Público e, incluso, demandan su renuncia. Que nadie se llame a engaño. Son ya vanos los empeños por detener la acción de la justicia. Quienes lo intentan no pasarán.
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