Inicio esta columna, que versará sobre naturaleza, cultura y bienestar, con un reporte auspicioso. El semestre pasado, desafié a mis alumnas y alumnos a reducir nuestro consumo individual de plásticos desechables. Esto como parte de una actividad contemplada en el curso, porque algunas cosas solo se pueden aprender y evaluar en la vida diaria. Naturalmente, yo asumí el desafío junto con mis estudiantes, porque de lo contrario no tendría autoridad moral para exigirles algo.
Según datos compilados por el biólogo Juan Diego del Castillo, al empezar el ejercicio, treinta y seis estudiantes consumían en promedio, cada dos meses, 736 empaques plásticos, 3 188 bolsas plásticas y 1 400 botellas desechables. Cada quien definió, voluntariamente, su meta de reducción, con reportes quincenales. Y ocho semanas más tarde, en conjunto, habían consumido 241 empaques plásticos (67 % menos), 818 bolsas plásticas (74 % menos) y 176 botellas desechables: ¡87% menos! Nadie enfermó ni salió lesionado en el intento.
En clase, comprobamos el enorme daño que los plásticos descartables están causando en los ríos, lagos y océanos. Y descubrimos que estamos invadidos por el plástico. Cada manzana y plátano llegan hoy al mercado con una pegatina de plástico. Nadie jamás nos dio opción de comprar o no frutas etiquetadas con plástico; algo impuesto para la conveniencia de vendedores e intermediarios. En la calle, hay un sorbete plástico para cada vaso. Diarios, libros y revistas se enfundan en plástico. En las tiendas, meten nuestras compras --ya empaquetadas en plástico-- en más bolsas plásticas, sin preguntarnos.
Para peor, el plástico ha infectado la cultura diaria. En todo tipo de reuniones, desde asambleas municipales hasta congresos de conservacionistas, se ofrece comida y bebida en recipientes de tecnopor biodesagradable. El confetti de nuestras fiestas populares es de plástico. Las tumbas en los pueblos son adornadas con florones de papel plástico (pobres muertos afrentados). Hasta los juanes y tamales son atados con plástico.
Parece barato y “muy práctico”. Pero lo práctico es que las plazas públicas, los puertos, los ríos, las costas, los cementerios y hasta los sitios de peregrinación del Perú se han convertido en muladares plásticos.
En países lejanos y cercanos, esas malacrianzas -que aquí entendemos como amabilidad, conveniencia, higiene y sofisticación- ya son inaceptables. Aquí somos remolones: cuando el planeta avanza, nos demoramos. El desafío planteado a mis alumnas y alumnos, entonces, no era poca cosa, porque exigía, como muchas soluciones verdaderas, ir contra la corriente.
Sus logros, el último semestre, no quedaron ahí. Produjeron un video didáctico, establecieron un sitio informativo en Facebook y realizaron una campaña interna en nuestro campus. Varios involucramos a nuestras familias. Yo estoy muy orgulloso de mis estudiantes; y espero que sigan profundizando lo que iniciamos.
Pero soy ambicioso y estoy convencido de que la esperanza reside en una enseñanza que nos desplastifique las mentes y la vida diaria: ¿Qué pasaría si todas las profesoras y todos los profesores y estudiantes del Perú nos pusiéramos el mismo desafío, contra el consumo de plástico innecesario? Sería simple, hermoso, barato.
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