No debiera volver a ocurrir. No es un desastre natural, que no podemos controlar; es, por el contrario, hechura humana y, por tanto, su ocurrencia y su solución dependen de nuestras capacidades y decisiones. Me refiero a los recurrentes conflictos sociales en torno a operaciones mineras; el último de los cuales acontece en torno al yacimiento minero Las Bambas. Es cierto que, como el caso del conflicto de Las Bambas lo demuestra, cada cual tiene particularidades que dificultan -pero no imposibilitan- formular prescripciones de carácter general.
El Perú tiene vasto potencial minero, pero su puesta en valor se ve dificultado continuamente por conflictos con las comunidades vecinas y cercanas de los diferentes proyectos. Ante ello, desde Lima podemos seguir culpando a “los otros” —a “esos comuneros ignorantes y manipulables” y a sus dirigentes— o, mucho más eficazmente, podemos hacer un ejercicio de introspección para reflexionar sobre qué estamos haciendo mal desde el Estado, las empresas y los otros sectores sociales implicados. Esta segunda opción se ve dificultada por las intensas tendencias de groupthinking y de resistencia al cambio existentes entre los protagonistas empresariales, estatales y sociales.
Y tardan mucho en tangibilizarse sus beneficios principales, debido al mal diseño e implementación de los distintos mecanismos de desarrollo social que debieran acompañar al proceso de ejecución de nuevos proyectos mineros (principalmente: canon, fondos de adelanto social, fondos sociales y actividades de responsabilidad social empresarial). El mal diseño se evidencia en lo tardío de las intervenciones de desarrollo social, pero también en su falta de sostenibilidad y desvinculación de las estrategias de desarrollo territorial concertadas con los actores locales.
En el caso de Las Bambas, el flujo de recursos fiscales para el desarrollo social (principalmente a través del canon y las regalías) ha tardado más de una década en comenzar a ser percibidos por las instancias subnacionales (gobiernos regionales y municipales). Estas son protagonistas en la relación estatal y social con las empresas mineras sobre el terreno. Pero, además, es evidente que tales instancias carecen de las capacidades adecuadas de planeamiento estratégico, de formulación de proyectos, de su ejecución y de control para evitar situaciones de corrupción en el uso de los vastos recursos de canon y regalías que perciben. Es decir, el efecto agregado de esos diversos factores se traduce en que las comunidades vecinas y cercanas a las minas se ven forzadas a internalizar una sustancial y creciente disrupción en sus condiciones y calidad de vida por muchos años hasta empezar muy tardíamente a percibir beneficios sustanciales traducidos en un gran impulso al desarrollo social local, o a percibirlos con poca intensidad debido a la corrupción.
Existe pues una desincronización entre los procesos operacionales de los emprendimientos mineros y la implementación de los incentivos de desarrollo social que debieran acompañarlos desde muy temprano en el ciclo de cada proyecto, para generar capacidades de adecuación de las comunidades locales frente a los abrumadoras alteraciones que la minería genera en sus entornos. Ese desajuste propicia la entronización de percepciones antagónicas a la minería dentro de sus zonas de influencia y otros espacios cercanos.
Para remediar esa desincronización y facilitar el logro de las llamadas licencias sociales en favor de los nuevos proyectos mineros, el Gobierno Central propuso los lineamientos de una estrategia de adelanto de inversiones sociales en esas localidades, lo cual se expresó en la creación del Fondo de Adelanto Social (FAS), en enero de 2017. Pero, no obstante aparejar un enfoque genéricamente acertado, la modorra e ineptitud para poner en funcionalmiento este novedoso mecanismo llama a perplejidad. Actualmente -¡27 meses luego de la expedición del Decreto Legislativo de creación!- el FAS sigue sin operar, y carece tanto de rumbo como de recursos suficientes. En el ejercicio presupuestal 2018, el Ejecutivo le asignó la mísera suma de 50 millones de soles, y hasta la fecha no se conoce si algo de estos recursos alcanzó a ser invertido y cómo.
Los recientes conflictos de empresas mineras con sus comunidades vecinas nos recuerda que desde el lado del Estado y de las empresas mineras no estamos haciendo nuestra tarea debidamente, y que nuestros mecanismos y actividades para promover el desarrollo social en los entornos de operaciones mineras son generalmente tardíos, desperdigados y faltos de enfoques estratégicos de desarrollo territorial, y por tanto ineficaces e ineficientes. Como compensación frente al choque disruptivo que el desenvolvimiento de proyectos mineros genera en los entornos comunitarios, se requiere desplegar una intensa estrategia de desarrollo social que, desde muy temprano en el proceso de implementación de cada proyecto, genere cambios positivos favorablemente valorados por las comunidades vecinas. Para tal efecto, se requiere fortalecer sustancialmente el liderazgo del Estado, principalmente a través de una gestión preventiva y proactiva del Ministerio de Energía y Minas. Así mismo, es necesario rediseñar el mecanismo del FAS, para que cumpla un rol de soporte financiero y técnico en la articulación de las intervenciones de los diversos actores comprometidos con el desarrollo social local en las zonas de actividad minera, dentro del marco de estrategias de desarrollo territorial concertadas. La tarea es tan ardua como urgente.
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