El viernes pasado, en Leticia, los presidentes de seis países amazónicos acordaron dieciséis buenos propósitos para la protección de la Amazonía. No por ello dejó de arder el bosque, claro. Durante la semana en torno al magno evento, el satélite Aqua reportó 906 focos de fuego solo en el Perú. En Ucayali, Huánuco y San Martín se concentró el 72% de las quemas. Loreto, Satipo y Chanchamayo (Junín), Madre de Dios, Oxapampa (Pasco) y Amazonas aportaron otro 20%. La imagen digital muestra una docena de quemas en los alrededores de Leticia.
El Pacto de Leticia padece una sutil debilidad: promueve iniciativas preexistentes, como si fuera un hecho demostrado que son las soluciones requeridas. Promete cosas buenas; pero estructuralmente insuficientes, ajenas a la escala y la urgencia del desastre.
El sistema mundial agropecuario petrodependiente es el mayor impulsor de la deforestación en nuestra región. La maquinaria empleada -desde motosierras hasta caterpillars-, quema combustible; y los fertilizantes y pesticidas suelen ser derivados del petróleo. Pero podemos avanzar contra la corriente, para transformar ese modelo destructivo. Esta semana, alcanzamos 11 billones de dólares de desinversión mundial en combustibles fósiles. Esto es producto de miles de personas, que vienen ejerciendo sus derechos ciudadanos organizadamente. Más de 1,100 instituciones (fundaciones, fondos de pensiones, universidades) han decidido cancelar sus inversiones en carbón y petróleo. La meta propuesta (10 billones desinvertidos en 2020) fue superada tempranamente, gracias al compromiso de varias organizaciones religiosas. Un buen augurio que animará la Movilización Mundial por el Clima, este 20 de septiembre.
En el Perú, el Estado creó un garabato de condiciones propicias e incentivos perversos para la deforestación. Debido a normas pobremente imaginadas, titular comunidades nativas se hace caro y largo, y aquellas nunca obtienen propiedad sobre sus bosques. La república poscolonial se resiste a reconocer derechos ancestrales. Sectores estatales descoyuntados, con competencias concebidas como islas, otorgan títulos contradictorios para el suelo y para el subsuelo, como si fuera posible separarlos. Así, en Madre de Dios, cientos de concesiones mineras (que exigen derribar bosque) existen superpuestas a concesiones de reforestación (para reponer bosque) o sobre el 100 % de algunos territorios comunales. La protección de los recursos forestales es encargada a los propios extractores; invitando al engaño, pues el Estado no sabe qué hay o no hay en el bosque.
¿Cómo desbaratar este nudo gordiano? Marc Dourojeanni, en su flamante libro “Amazonía ¿Qué Futuro?”, nos recuerda que pronto los bosques valdrán más por sus servicios climáticos que como madera. Del mismo modo que la desinversión, esta es una noción financiera. Pero además Dourojeanni recomienda que el Estado asuma el inventario detallado y el manejo de los bosques, cobrando al mejor postor por la extracción forestal y propiciando valor agregado.
Los países amazónicos debemos aterrizar en ideas como estas y sostenernos en logros ciudadanos como el arriba celebrado. Porque, para salvar la Amazonía, más que buenos propósitos, lo que necesitamos son cambios revolucionarios.
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