La publicidad y la idealización de la naturaleza nos han hecho creer que el deporte proviene y se identifica especialmente con el campo, pero el espíritu de los juegos deportivos tiene su origen y en realidad pertenece a la ciudad. En la antigua Grecia, el triunfo que un atleta lograba sobre sus rivales era también el triunfo simbólico que una ciudad (la polis) obtenía sobre otra. Además de hacer uso de su resistencia y su fuerza física, la disciplina y el control que el deportista exhibía eran también la manera en que la polis demostraba el rigor con el que educaba a sus ciudadanos. A estos ingredientes se sumaba, además, el ideal de la belleza: “Ningún atleta gira/ como él, sin tropezar, sobre la arena”, dice Píndaro sobre el luchador Efarmoste de Corinto. “La multitud lo mira,/ y el aplauso universal súbito suena./ ¿A quién la faz no encanta/ de tal bello garzón, y hazaña tanta?” El poeta subraya la armonía y el equilibrio del pugilista, que son de aclamación “universal”, y luego confiesa su admiración por su semblante.
No obstante, las competencias deportivas de la antigüedad no solo eran una oportunidad para que las ciudades “luchen” entre ellas sino también un modo de demostrar que los mortales podían poseer los mismos poderes y habilidades que los dioses. En Grecia, los atletas seguían el ejemplo de Heracles, quien fue sometido a doce trabajos de penitencia, y en los pueblos nórdicos se seguía el ejemplo de Thor, quien tuvo que demostrar sus poderes ante las pruebas impuestas por el Rey de los Gigantes. Si ambos se convirtieron en leyendas fue porque se atrevieron a competir contra seres mucho más fuertes que ellos y, además, porque los derrotaron cumpliendo las reglas de juego que les impusieron. Uno de los encantos del deporte se encuentra en la posibilidad de que cualquier competidor, incluso el que parece menos favorecido, puede imponerse a cualquier contrincante.
Pasado el tiempo, no es casual que las convocatorias para los juegos modernos recaigan en las ciudades y no en los países. Es en la urbe moderna en la que deben practicar (al menos, en teoría) todos los deportes, y es por ello que a ella acuden deportistas de todas las disciplinas. En la diversidad de deportes está la universalidad, y a ello debe comprometerse la ciudad que organiza el certamen. Así lo entendieron ciudades como Barcelona, Pekín y Londres (entre muchos otros nombres que ahora recordamos) y así lo pretenden todas las ciudades que prestan su nombre para albergar a sus importantes visitantes.
Es probable que al final de la competencia, los políticos y la prensa se encuentren muy interesados en contar el número de medallas que ha ganado cada país. Pero el deporte (a excepción del fútbol) no pertenece a esa dimensión tan amplia que entendemos por identidad nacional. Por el contrario, los juegos son la celebración del individuo y del ciudadano. El espíritu del deporte se encuentra en la ciudad, y en la ciudad se encuentra el universo de los deportistas.
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