Hace poco Transparencia Internacional hizo pública una nueva encuesta de percepción de la corrupción en el Perú, la cual muestra datos desalentadores en comparación de los anteriores años. Dicha encuesta reveló que la percepción de los peruanos sobre la corrupción en el país aumentó, pasando del puesto 96° (2017) al 105° de un total de 180 países. Como puede resultar evidente, esta mayor precepción de corrupción puede tener su origen en el destape de graves casos de corrupción al más alto nivel de la función pública peruana (caso CNM y Cuellos blancos del puerto), así como del caso Lava Jato que involucra hasta ahora a algunos de los personajes políticos más influyentes del país.
Los casos antes mencionados demuestran que la corrupción ha pasado de ser percibida solo como un problema de pago de coimas a puntuales funcionarios (policías de tránsito, por ejemplo), cobrando protagonismo otro tipo de corrupción más compleja y dañosa.
Como bien señalan los profesores italianos Della Porta y Venucci, hay que hacer una distinción entre la corrupción individual (microcorrupción) y la corrupción sistémica. Así, por un lado, la corrupción individual o microcorrupción se caracteriza por involucrar a pocos agentes (de 1 a 3 individuos), no intervención de funcionarios de alto nivel, no especialización entre agentes corruptos, bajo valor económico de la transacción ilegal, individualidad del agente privado que corrompe y repercusión social limitada del acto. Por otro lado, la corrupción sistémica se caracteriza por una inclinación a involucrar a todos los miembros de una o varias instituciones públicas (más de 12 individuos), involucramiento de funcionarios de alto nivel de las instituciones, alta especialización de los agentes que intervienen en la transacción corrupta (reglas de comportamiento, códigos internos, medidas que aseguran el ocultamiento del acto), alto valor económico de la transacción ilegal (posibles cuotas permanentes en el tiempo), intervención de organizaciones criminales como contraparte privada y daño social grave.
Tener en cuenta esto es de suma importancia para la política-criminal de lucha contra este fenómeno delictivo, pues cuando se está ante una corrupción de tipo sistémica no bastará con reemplazar algunos funcionarios de la base de la organización estatal ni sancionar al concreto ciudadano que se vio beneficiado con la transacción ilícita. El sistema penal, en estos casos, deberá desplegar acciones conjuntas y articuladas a fin de incidir en las organizaciones criminales que pudiesen estar enquistadas dentro del aparato estatal, pero también fuera de él. En este punto, la experiencia italiana en la lucha contra las mafias en los años 90’ y el desarrollo de la política “mani pulite” (manos limpias) puede resultar ejemplificativo. En este país, por ejemplo, entre los años 1996 y el 2000 se condenaron a más de 6400 personas -entre particulares y exfuncionarios) por actos de corrupción.
Las denuncias de casos de gran corrupción y el inicio de las investigaciones en las instancias jurisdiccionales puede resultar alentador y mandar el mensaje social de que se tiene la intención de hacer frente a este flagelo, pero se deberá observar también el balance que se obtiene al final con el número de condenas que se imponen. Esto, claro, sin perjuicio de las políticas de prevención y control que se deben implementar paralelamente de forma urgente en todos los niveles de la administración pública.
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