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Para escapar del plástico

El éxito de la flamante ley que busca erradicar los plásticos desechables ha quedado en manos de la ciudadanía. Es nuestra oportunidad de actuar como consumidores exigentes, imaginativos y responsables. Un ejercicio hasta ahora casi inexplorado.

El 5 de diciembre pasado, el Congreso aprobó por consenso la ley para la erradicación del plástico de un solo uso y de los recipientes descartables. Solo hubo dos aleladas abstenciones. La noticia fue compartida en cuestión de segundos por la prensa y las redes sociales. Las buenas nuevas políticas son hoy tan raras como bienvenidas.

Sin perder el alborozo, consideremos ahora que el éxito de esta decisión ya no depende del Congreso, sino de la veleidosa sociedad peruana. Ahora nos corresponde comportarnos como consumidores exigentes, imaginativos y responsables. Para empezar, es urgente presionar para que la ley sea reglamentada y entre en vigencia cuanto antes.

Esta ley, aclaremos, no atañe a todos los plásticos que acaban asfixiando los ríos, matando de hambre a los animales marinos (con las tripas llenas de plástico), y cuyos fragmentos invisibles respiramos y deglutimos nosotros mismos de modo cotidiano. Se limita a las bolsas de un solo uso, las cañitas, los cubiertos desechables (que son la definición de lo inservible) y al espantoso tecnopor.

Esta ley se obtuvo mediante un hábil proceso de construcción de consenso entre tres comisiones del Congreso, con el respaldo unánime del periodismo y la opinión pública
Esta ley se obtuvo mediante un hábil proceso de construcción de consenso entre tres comisiones del Congreso, con el respaldo unánime del periodismo y la opinión pública | Fuente: Fotoilustración: Universidad Antonio Ruiz de Montoya / Freepik

Quedan por fuera incontables huachafadas de plástico, que en siglos por venir darán testimonio material de nuestra insana civilización. Destacan los microplásticos que los fabricantes añaden a dentífricos y menjunjes exfoliantes, y las omnipresentes botellas no retornables. El Estado peruano todavía es muy débil para enfrentarse a los gigantes industriales del agua embotellada, los champús y las bebidas azucaradas. A estos, la ley se limita a rogarles que incorporen por lo menos 15 % de material reciclado en sus envases, dentro de tres años. La ley otorga el mismo plazo para la erradicación definitiva de las bolsas, las cañitas y el tecnopor; pero los prohíbe, a partir de su fecha de vigencia, en áreas protegidas, sitios de patrimonio cultural, museos y playas amazónicas y costeras.

Esta buena ley se obtuvo mediante un hábil proceso de construcción de consenso entre tres comisiones del Congreso, con el respaldo unánime del periodismo y la opinión pública. No solo es un triunfo legislativo y del Ejecutivo (especialmente del vapuleado Ministerio del Ambiente), sino un diáfano ejemplo de cómo puede funcionar nuestra democracia, cuando las acciones de los representantes elegidos y de los funcionarios coinciden con el interés público.

Pero todo consenso es momentáneo. El mundo es impulsado por la contradicción y la discrepancia. Prestemos atención al lado oscuro de ese día claro. Durante el debate parlamentario, unas voces disonantes abogaron por prorrogar la aplicación de la ley por cinco años. Argumentaban que ni las empresas ni el Gobierno ni los ciudadanos estamos preparados para ese cambio. Si nos guiáramos por esa noción, apaga y vámonos; porque valdrá para cualquier decisión imaginable, en cinco o doscientos años, si no decidimos, hoy, empezar a actuar de manera diferente.

Como en todos los retos ambientales, solo el autogobierno y la vigilancia ciudadanos obtendrán, ojalá mucho antes del plazo normado, la erradicación de los plásticos desechables, incluidas las botellas no retornables. Simplemente dejemos de utilizarlos y rechacemos todo plástico superfluo, aunque parezca cómodo o venga (nunca viene) de regalo.

 

NOTA: “Ni el Grupo RPP, ni sus directores, accionistas, representantes legales, gerentes y/o empleados serán responsables bajo ninguna circunstancia por las declaraciones, comentarios u opiniones vertidas en la presente columna, siendo el único responsable el autor de la misma.

Docente de la Escuela de Economía y Gestión Ambiental de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Graduado en la Universidad Nacional Agraria, con maestría en Estudios Latinoamericanos - Conservación Tropical y Desarrollo, de la Universidad de Florida. Premio Whitley a la Conservación de la Naturaleza. Trabaja en áreas protegidas, agroecología, ecosalud, política climática, derechos indígenas y justicia ambiental.

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