La democracia se funda en la división de poderes y en el respeto irrestricto de la autonomía de sus instituciones. Las actitudes tiránicas, en cambio, enemigas naturales de la democracia, más bien tienden a la concentración del poder a través de mecanismos perversos con capacidad para desvirtuar el espíritu de las normas y la legalidad democráticas.
Las actitudes tiránicas, por eso, tienden a neutralizar y suprimir el pensamiento crítico, aquel que pregunta por el sentido de la democracia y se interesa por las formas y maneras a través de las cuales se puede fortalecer el proceso democrático. Ello quiere decir que la democracia, si bien es un logro de los mejores de la modernidad, no es un producto acabado y definitivo, sino un proceso constructivo abierto.
La corrupción es la más feroz de entre las diversas amenazas que atacan a la democracia. Típico de la corrupción latinoamericana es el secuestro de las instituciones públicas clave. Así, el poder legislativo puede ser utilizado para legislar a favor de unos pocos, sin que importe que ello vulnere los derechos de las mayorías. Total, el ejercicio político siempre ha sido más bien restringido y restrictivo en la región.
Prestigiosos estudios insisten en conceptuar al Perú como una república sin ciudadanos debido, por un lado, al escaso índice de participación política y, por otro, a la ausencia de una iniciativa que la fomente desde el propio Estado. Por eso que los años noventa del siglo pasado distintas organizaciones de la sociedad civil lograron canalizar el descontento popular y la indignación masiva que dieron el impulso para recuperar el cauce democrático de nuestra vida política.
No ha sido suficiente, sin embargo, ni se puede decir que hoy mismo la democracia peruana sea una de las más sólidas y firmes de la región. La corrupción ha seguido mostrando su rostro perverso. Casi nos habíamos acostumbrado a ella, en verdad, seducidos por su retórica naturalizante. Pero todo tiene un límite: la corrupción no es inocente y espontánea, sino que, de hecho, es una claudicación de los valores democráticos y una rendición al aspecto malévolo del poder.
Por otro lado, la ciudadanía siempre encuentra el medio para manifestar su rechazo de la corrupción y para informar a los poderes del Estado de los focos de corrupción que conducen la vida de los más vulnerables a situaciones de mayor precariedad.
En ese sentido, el estado actual de la crisis del Ministerio Público, superado su momento más álgido hasta ahora, brinda una oportunidad no solo para poner en evidencia los focos de corrupción enquistados en las instituciones vigentes, sino también para profundizar en la lucha contra la corrupción asentando más profundamente las bases de la democracia y el Estado de Derecho.
Se necesita de fiscales independientes, autónomos y probos que asuman con solvencia técnica y profesional la persecución del delito, buscando que este sea sancionado por las vías regulares del debido proceso. La ciudadanía está alerta: en la era digital las convocatorias para tomar las calles son más ágiles y oportunas.
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