De niños, nos inculcaron que no hay peor pecado que botar comida. Una noción antiquísima consagra todo alimento, a quien lo produce y a quien lo prepara.
Pero en el Perú contemporáneo despreciamos y maltratamos nuestros recursos vitales alimentarios así como a quienes cultivan nuestros alimentos con sus manos. Algunas consecuencias emergieron esta semana, con motivo de un paro agrario y de un anuncio de reorganización del Ministerio de Agricultura y Riego.
Ni esa protesta ni el Gobierno garantizan buenas soluciones. Los problemas son antiguos y severos. Sobre todo, los enfoques que organizan a la política y la economía agrarias son minuciosamente equivocados.
La plataforma del paro presenta a “la pequeña y mediana agricultura que contribuye con el 70 % a la seguridad alimentaria nacional”, desigualmente enfrentada a la agroindustria y las importaciones; pero no ofrece una visión alternativa coherente y articulada. Es un rosario de síntomas, expresados como exigencias, que insinúan un malestar generalizado.
El paro parece justo. Su ambición, ambigua e inconclusa. Se pide en suma:
- Mejoras en la gestión y la defensa del agua, especialmente contra la contaminación minera y la acaparación agroindustrial;
- la protección económica y financiera de los pequeños y medianos productores;
- la seguridad jurídica de las tierras colectivas y las formas solidarias de producción agraria: cooperativas, agricultura familiar y comunitaria;
- la protección ante “desastres naturales”; y
- la reorganización política del sector, con reestructuración del MINAGRI y participación vinculante de los agricultores en la política agraria.
Bien; pero las raíces del problema quedaron fuera de la plataforma. Para empezar, ¿con qué visión y objetivos debemos reorganizar la agricultura? Por ejemplo, ¿cómo garantizamos “seguridad alimentaria”? ¿Es ese un objetivo de consenso?
Cualquier seguridad alimentaria depende de la condición en que se encuentren los recursos y factores de producción de alimentos: la diversidad biológica, los suelos, el agua y las personas que aportan la mano de obra agraria.
La agricultura prevalente en el Perú, pequeña o grande, se sustenta en el abuso de venenos, la deforestación, las quemas descontroladas, la degradación de fuentes de agua, el secuestro de la asesoría al productor y de las instituciones agrarias por organizaciones mercantiles (incluso criminales), el abandono cómplice del campo por parte del Estado, la sobreexplotación de las familias campesinas (que reciben malos precios y peores jornales) y la desprotección de los consumidores finales, pues nadie garantiza la sanidad agraria.
En el Perú, cada año se intoxican miles de trabajadores del campo; y en las ciudades no existe ninguna seguridad alimentaria. Si llega alguna comida a nuestras mesas, no sabemos si es justa, sostenible ni sana.
En la plataforma del paro y en el anuncio de cambios del MINAGRI, no hay mención de alimentos saludables, de justicia laboral, de opciones claras por la agroecología y la agricultura orgánica, de educación alimentaria, de intervenir al incapaz SENASA, de reprimir la invasión inmobiliaria del suelo agrario, de controlar las quemas ni de transferir, de una buena vez, la Autoridad Nacional del Agua al Ministerio del Ambiente.
Necesitamos una revolución de principios en nuestra agricultura, aterrizada en objetivos justos, ecológicos y saludables; con instituciones insecuestrables, estructuradas para resguardar bienes comunes. Para eso, ni el MINAGRI ni CONVEAGRO bastan.
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